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Dos espejos

En el espejo mi rostro, mis arrugas, mis ojos caídos, mis ideas muertas, este pelo extraño que me desobedece siempre, antídoto frágil a cualquier veneno, la comisura de mis labios antes de besarte. En el espejo mi risa escondida, mi aburrimiento constante y ante todo mi cuerpo y su visión de tu ángel. En el espejo tu rostro, tus canas, tus manos suaves, tu cuello blanco y tierno, tu piel fragante y los millones de poros que la adornan, tu cabello negro, tus mentiras constantes, en el espejo la demostración de la maldita memoria, los días perdidos, las semanas robadas.

Tú ante el espejo, con tus movimientos bellos, con tu pensar oscuro, con la inquietante certeza de no conocerte y mi incalculable inocencia en esta verdad, ante el espejo una imagen, una postal triste de un cuento falso, ante el espejo tu cuerpo y la asesina idea de no saber dónde estuvo. Ante el espejo la demora en las decisiones, la frescura infinita de las reacciones, la torpeza de mi conciencia, ante el espejo nosotros sin saberlo, adornando las sábanas con un pasajero entusiasmo.

En el espejo nuestros sueños, las arrugas, los ojos cerrados, las ideas muertas, los dolores cansados, la certeza de la vida compartida, la constante tristeza de las medias verdades, los sonetos muertos que ya no te cuento ni hago el intento, las palabras y las rimas, las millones de líneas que no te leo, en el espejo mi lluvia y su exquisito aroma de frases mojadas, los senderos perdidos, las pisadas devueltas, el conocimiento mutuo, la barba crecida, los miedos tuyos, la desidia mía, las esquinas heridas, los degüellos ocultos, mi cadáver activo, la trascendencia olvidada. En el espejo juntos, este engaño continuo.


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Agnus Dei

Fue una hermosa homilía la de aquella mañana, desde la obertura del coro parroquial entonando preciosos Ave María, los niños corriendo inocentes por los benditos pasillos cercanos al altar y ese vigorizante nuevo espíritu que pudo percibirse en el edificio al consagrar el pan y el vino. Pocas veces se escuchó a un sacerdote aplicar con tanta convicción los preceptos divinos, el joven Reverendo Brown podía hinchar sus pulmones con absoluta satisfacción y dicha. Todos los presentes esa soleada mañana de domingo podían sentir los tibios rayos del sol como suaves caricias divinas sobre sus devotas cabezas, a la vez que el ambiente fraterno del momento poco a poco lograba incrustarse dentro de sus agradecidos corazones. No pocos estrecharon la delicada mano del Reverendo, con un sentimiento de felicidad que amenazaba en seguirlos por el resto de la semana.

Al volver a su cuarto, después de las arrolladoras sonrisas y la divina felicidad de la congregación entera, el joven Reverendo Brown poco a poco fue despojándose de su santa investidura, primero al descolgar la pesada cruz dorada que adornaba su pecho, al dejar caer su característica sotana negra y revolverse el cabello para desperezarse. Lo envolvía una satisfacción enorme por el ritual realizado esa tibia mañana de domingo… Luego al volverse hacia su cama, al observar con detención el cuerpo frágil de aquel niño tembloroso, tendido desnudo sobre las sábanas de su cama, tal como lo dejó antes del sermón matinal, fue entonces que pudo sentirse con propiedad y agrado, cada vez más bendito y recompensado por su amoroso dios.


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Los Inocentes

Las últimas palabras del sargento Elgueta marcaron un triste desenlace para la situación de los rehenes en aquella lluviosa mañana de lunes. Desde temprano un grupo de al menos cinco asaltantes tomó por sorpresa a quienes confiados y presurosos se dirigieron en ese momento hacia las cajas del banco internacional.

El líder de la banda, un hombre de unos cuarenta, alto, pelo castaño oscuro y facciones duras y hoscas que denotaban su increíble frialdad, fue él quien decidió trasladar tras los biombos que servían como pequeñas oficinas a la veintena de personas con las que se escudaban de la acción de la policía metropolitana, quienes ya hace unas horas rodeaban las instalaciones del banco y quienes desde hace unas horas también intentaban comunicarse con los captores, con la esperanza de salvar el día, ganar promociones y condecoraciones, alguna chapita que pudiera adornar el pecho en su uniforme. Poco les importaba en verdad, la gente cautiva, ni los enfermos, ni el griterío de las mujeres y ancianos.

Poco a poco y en la medida que los hombres armados lograban descerrajar la pesada puerta de acero de la bóveda principal, se volvían más violentos, golpeando duramente a quienes entre los rehenes osaran levantar sus cabezas para observarlos o a quienes intentaran siquiera establecer algún tipo de dialogo. El sargento Elgueta estaba en el banco esa mañana, en su fila, la que estaba reservada para personas de la tercera edad, pues este era el día en que podría cobrar como todos los meses su merecida pensión, luego de tantos años de servicio para esta institución, la misma que se encontraba fuera del banco, rodeándolo e intentando idear su plan de rescate.

Aquel hombre que dirigió su banda a este lugar no movió una ceja, solo esbozó una sonrisa cuando uno de sus hombres jaló del pelo a una joven funcionaria, presumiblemente cajera, y mediante fuertes golpes en su cuerpo la arrastró hacia un rincón, la tendió sobre un escritorio vacío, desgarró sus ropas y la violó ante la vista horrorizada del resto de las personas cautivas, quienes nada pudieron hacer para ayudarla, a pesar de las súplicas, a pesar de los gritos, a pesar de las lágrimas en los ojos que los más viejos no pudieron contener. Luego de él uno a uno los otros monstruos se fueron turnando con ella, pues como les dijo su líder, de todas formas nadie saldría vivo del banco aquella mañana.

Más tarde la primera en ser amarrada a un sillón junto a los explosivos fue esa joven, de todas maneras ya no le interesaba seguir viva dijo riendo uno de los hombres que la habían violado momentos antes, mientras descerrajaban la bóveda principal del banco internacional en esa mañana. Era extraño que rehusaran tantas veces atender los llamados de la policía, o acceder al diálogo que pudiera permitir liberar algunos rehenes. Le pareció en ese momento muy extraño a Elgueta, pues años atrás su entrenamiento le hubiera dicho que esta situación era de lo más ilógica, en realidad hoy pensaba igual. Si tuviera 30 años menos, musitaba con insistente frustración, pero solo podía apretar sus puños contra el suelo.

Han pasado pocos minutos y ya 5 de los rehenes están atados a sillones llenos de explosivos en el hall central, frente a la puerta de entrada en el banco internacional, en tanto todos lo hampones han llenado sus bolsas de lona con billetes y joyas sacadas de la bóveda descerrajada hace un minuto, en realidad es un gran trabajo.

Afuera las fuerzas policiales insisten en sus planes de rescate, cuál de todos más osado y espectacular, mal que mal una medalla bien vale el riesgo.

De pronto, sin ningún aviso, pasaron solo un par de segundos y el sargento Elgueta salta desde su posición atacando al jefe de la banda de delincuentes, dejando caer todo su peso contra aquel hombre al tiempo que lo golpeaba con todas sus fuerzas. Somos inocentes maldito bastardo, fueron sus palabras mientras seguía con su ataque, a la vez que un segundo asaltante accionaba los detonadores adheridos al cuerpo de los rehenes.

Finalmente, como siempre se supo, nadie saldría con vida en aquella lluviosa mañana de lunes.